07 septiembre 2007

Había una vez un rey...














Era el monarca de un pequeño país, llamado principado de Uvilandia.













Su reino estaba lleno de viñedos y todos sus súbditos se dedicaban a la elaboración de vino. Con la exportación a otros países, las quince mil familias que habitaban Uvilandia ganaban suficiente dinero para vivir bastante bien, pagar los impuestos y darse algunos lujos.

Hacía ya varios años que el rey estudiaba las finanzas del reino. El monarca era justo y comprensivo, y no le gustaba la sensación de meterle la mano en los bolsillos a los habitantes de Uvilandia. Por eso hacía grandes esfuerzos para encontrar la manera de reducir los impuestos.

Hasta que un día tuvo una gran idea. El rey decidió abolir los impuestos. Como única contribución para solventar los gastos del estado, el rey pediría a cada uno de sus súbditos que, una vez al año, en la época en que se envasaran los vinos, se acercaran a los jardines de palacio con una jarra de un litro del mejor vino de su cosecha y lo vaciarían en un gran tonel que se construiría para tal fin y en aquella fecha.

De la venta de esos quince mil litros de vino se obtendría el dinero necesario para el presupuesto de la corona, los gastos sanitarios y la educación de su pueblo.

La noticia corrió por el reino a través de bandos y carteles en las principales calles de las ciudades. La alegría de la gente fue indescriptible. En todas las casas se alabó al rey y se cantaron canciones en su honor. En todas las tabernas se alzaron las copas y se brindó por la salud y la larga vida del buen rey.

Entonces llegó el día de la contribución. Durante toda la semana, en barrios y mercados, en plazas y en iglesias, los habitantes se recordaban y recomendaban unos a otros no faltar a la cita. La convivencia cívica era la justa retribución al gesto del soberano.

Desde temprano, empezaron a llegar de todo el reino las familias enteras de los vinateros con su jarra en la mano del cabeza de familia. Uno por uno, subían la larga escalera que conducía a la cima del enorme tonel real, vaciaban su jarra y bajaban por otra escalera al pie de la cual el tesorero del reino colocaba un escudo con el sello del rey en la solapa de cada campesino. A media tarde, cuando el último de los campesinos vació su jarra, se supo que nadie había fallado. El enorme barril de quince mil litros estaba lleno. Del primero al último de los súbditos habían pasado a tiempo por los jardines y vaciado sus jarras en el tonel.

El rey estaba orgulloso y satisfecho. Al caer el sol, cuando el pueblo se reunió en la plaza frente al palacio, el monarca salió a su balcón aclamado por su gente. Todos estaban felices. En una hermosa copa de cristal, herencia de sus ancestros, el rey mandó a buscar una muestra del vino recogido. Con la copa en camino, el soberano les habló.

-Maravilloso pueblo de Uvilandia: tal como había imaginado, todos los habitantes del reino han acudido hoy al palacio. Quiero compartir con vosotros la alegria de la corona al confirmar que la lealtad del pueblo con su rey es igual a la lealtad del rey hacia su pueblo. Y no se me ocurre mejor homenaje que brindar por vosotros con la primera copa de este vino, que será sin duda un néctar de dioses, la suma de las mejores uvas del mundo, elaboradas por las mejores manos del mundo y regadas con el mayor bien del reino, es decir, el amor del pueblo.

Todos lloraban y vitoreaban al rey.

Uno de los sirvientes acercó la copa al rey y éste la levantó para brindar por el pueblo que aplaudía eufórico. Pero la sorpresa detuvo su mano en el aire: al levantar el vaso, el rey notó que el líquido que contenía era transparente e incoloro. Lentamente, lo acercó a la nariz, entrenada para percibir el aroma de los mejores vinos, y confirmó que no tenía olor ninguno. Catador como era, llevó la copa a su boca casi automáticamente y bebió un sorbo.

¡El vino no tenía sabor de vino, ni de ninguna otra cosa!

El rey envió a buscar una segunda copa de vino del tonel, después otra y, por último quiso tomar una muestra desde el borde superior. Pero no había caso: todo era igual. Inodoro, incoloro e insípido.

Los alquimistas del reino fueron llamados con urgencia para analizar la composición del vino. La conclusión fue unánime: el tonel estaba lleno de agua. Agua purísima. Cien por cien agua.

El monarca mandó reunir inmediatamente a todos los sabios y magos del reino, para que buscaran con urgencia una explicación a aquel misterio. ¿Qué conjuro, reacción química o hechizo había sucedido para que esa mezcla de vinos se transformara en agua?

El más anciano de los ministros del gobierno se acercó y le dijo al oído: "¿Milagro? ¿Conjuro? ¿Alquimia? Nada de eso, señor, nada de eso. Vuestros súbditos son humanos, majestad. Eso es todo".

-No entiendo -dijo el rey.

-Tomemos por caso a Juan -dijo el ministro-. Juan tiene un enorme viñedo que abarca desde el monte hasta el río. Las uvas que cosecha son de las mejores cepas del reino y su vino es el primero en venderse y al mejor precio.

Esta mañana, cuando preparaba a su familia para bajar al pueblo, se le pasó una idea por la cabeza: ¿y si ponían agua en lugar de vino? ¿Quién podía notar la diferencia?

Una sola jarra de agua en quince mil litros de vino: ¡Nadie notaría la diferencia! ¡Nadie!

Y nadie lo hubiera notado, salvo por un detalle, majestad, salvo por un detalle.


¡Todos pensaron lo mismo!



Este cuento, de Jorge Bucay, lo leí en un foro de bolsa al que fuí a parar buscando información que no tenía nada que ver con economía. Me llamó poderosamente la atención que alguien que escribía en un foro tan... tan ¿serio? utilizara este cuento como una parábola que, por demás, es completamente adecuado para demostrar los resultados nefastos que pueden resultar de una actuación poco solidaria y una clara y habitual estafa o farsa de nuestra sociedad. Uno a uno, actuando todos con una supuesta "inteligencia" que merece admiraciones y aplausos a menudo, conseguimos que aquello que puede o pretende sea positivo y beneficioso para todos, sociedad o colectivo, se convierta en inútil, perjudicial, erial o estéril. Consciente o inconscientemente abortamos un proyecto, proyecto que nos proponen y aplaudimos y al poco pasamos a exigir sea realidad y si ésta no se cumple es probable que quien lo propone sea considerado responsable o culpable o incompetente.

Este cuento/parábola puede aplicarse a infinitos proyectos, propuestas, objetivos, circunstancias, eventos, requisitos o condiciones que a diario, de forma individual o conjunta, devienen o terminan en fracaso, o casi.

¿porqué es tan difícil aceptar que nosotros también somos responsables?



3 comentarios:

Doctor Krapp dijo...

Porqué nuestra individualidad siempre es más poderosa que nuestra responsabilidad social.

Porque nuestro yo es lo único que realmente nos motiva en nuestros actos incluso en aquellos aparentemente más solidarios.

Nuestro yo es nuestra vida, nuestro universo personal e intransferible que nace con nosotros y muere con nosotros. Y nuestra vida es lo único que realmente poseemos. Lo demás son conceptos, civilizados si se quiere, pero conceptos al fin y al cabo.
El instinto individual es siempre superior y más poderoso que la voluntad consciente de la socialización.

Silvia Darnis - embolic dijo...

Pues si pero no... el individualismo, nuestro yo, debe prevalecer pues, tal como dices, es lo único que tenemos pero ello no debe menoscabar nuestra capacidad de socializarnos, aunque esta socialización sean sólo conceptos. Mi máxima siempre ha sido la misma, si yo estoy bien, me siento feliz y plena puedo dar... en otras palabras, mi universo personal se nutre, también, de lo que yo pueda dar y recibir a y de los demás. Un individualismo egoista no puede llenar por completo y se corre el riesgo de perderlo todo si está encerrado y resguardado a salvo de agresiones o intromisiones externas, podemos perder el yo y a la vez a los otros.

Me parece que me he liao...

¿sementiende?

Doctor Krapp dijo...

No discrepa su pensamiento del mio pero reconozcamos que la salvaguarda del yo nace del instinto de supervivencia de la especie. Todo ser vivo tiene como última y más importante finalidad su propia supervivencia.
En cambio, la socialización, el interés común nacen con la civilización. El hombre sometido a situaciones extremas siempre hace prevalecer el primero sobre el segundo a no ser que su consciencia sea más poderosa que su instinto y eso sólo muy pocos lo han conseguido.
Curiosamente la sociedad actual se está caracterizando por un desmembramiento de la conciencia a medida que ocupan su espacio los bienes materiales.
Es algo raro, pero que observo constantemente: cuanto más tienes, menos sientes.